Mi vieja escuela de infancia

    Por Carlos  Asquet  Jaque, Profesor de Estado en CastellanoSample Image

    Imposible que no asome la nostalgia, cuando se visita la antigua escuela “73”.

    Hace algunos días atrás, casualmente entré a recorrer el inolvidable establecimiento que cobijó mis infantiles quimeras. Me impresionó la soledad, me asombró la ausencia aturdidora del bullicio pueril que alguna vez dio vida a mi recordada escuela.  ¡Cómo olvidar al Sr. Ahumada!, riguroso y muy buen profesor de Educación Física, la dulzura y calidez de la Srta. Gladys Alvear Miranda, el profesionalismo de la Sra. Rolanda Canales, las clases de historia con Don Luis Arellano, cuando nos presentaba a aquellos paradigmas históricos, que en la sala de clases parecían revivir de gallardía: Prat, O”Higgins, San Martín, Manuel Rodríguez, ingresaban lentamente y para siempre, en la diminuta esencia de quienes en la imberbe circunstancia de nuestros días, visitábamos  la escuela para aprender.  ¡Cómo olvidar a Don René Sánchez Orellana!, quien combinaba de manera ejemplar, la severidad de la enseñanza de la disciplina y la mano fraterna y dulce a la hora de escuchar y aconsejar.

    Imposible describir la melancolía de quien a sus 40 años se enfrenta a la soledad devastadora del lugar que alguna vez preconizó la enseñanza, del lugar donde esbocé mis primeras palabras, del lugar donde empecé a fabular y a imaginar que las letras eran un mundo eternamente insatisfecho, rebelde y sin fronteras.  Cuesta ver los patios de mi escuela, sin el asomo bullanguero de la infancia, sin la fraterna impronta de aquellos que aún recordamos como maestros.

    Allí en la escuela viví otoños de modestia, allí empecé a descubrir que nuestra cuna puede ser humilde, pero no por ello menos digna; allí empecé a entender el esfuerzo de mi madre, que en un sortilegio inefable, inventaba y cocinaba en días de lejano invierno; allí fui reconociendo el oficio mesiánico de enseñar, allí en la escuela me asombré, lloré mis primeras lágrimas de niño sensible y empecé a deslumbrarme con el señorío imponente y majestuoso de aquel anciano rey, de aquel vetusto y silencioso monarca de madera, que cada tarde dibujaba estrategias en un tablero de ajedrez.

    Hoy, en el vértigo inhumano de la vida contemporánea, cuando emerge el discurso mordaz y atiborrado de estulticias sobre el destino de nuestra educación, he querido rendir un humilde homenaje a la arrugada escuela de estos días, al resquebrajado edificio de este tiempo, que en una simbiosis inexplicable, inusual y melancólica, logró trizar en mí, los intrincados laberintos de la memoria, del corazón y del alma.

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