Entrevista: Arturo Galarce. - Revista El Domingo - El Mercurio
"Era un verano de 1967. Yo era muy chica. Tenía tres años, pero lo recuerdo claramente: por ese entonces mi padre trabajaba y me fui de vacaciones con mi madre, que me agarró y me subió a un tren. Por supuesto, era la primera vez que me subía a uno y de inmediato quedé impactada.
"El tren era una máquina poderosa, espectacular, gigante, pero al mismo tiempo era acunadora y relajante. No sé si iba a 20 o 300 kilómetros por hora, pero la velocidad no se sentía, y me daba tiempo de ir mirando y de conversar con mamá sobre las vacas, las ovejas, y de ver cómo los colores del paisaje cambiaban a medida que el sol se escondía. Desde entonces me nació una nostalgia por los trenes: este es un país ideal para tenerlos y lamento que no estén instaurados en la economía nacional.
"Después de varias horas llegamos a Cauquenes, ya de noche, y partimos al campo de mi abuela materna. Era un campo que no tenía luz eléctrica. Tenía agua de pozo, en la cocina había un fogón y en la noche funcionábamos con chonchones, unas lámparas que se encendían con parafina. Durante el día me acompañaba una chancha que para mí era del porte de un caballo, y que yo amaba. Y por las noches solo te acompañaba la luna. Eso es algo que ya no existe: en el campo la noche llegaba y se apoderaba de todo. Eso es bonito también: la oscuridad, los cuentos de terror, luchar contra los miedos y aprender a sobreponerte. Con la tecnología y la comodidad esas sensaciones han ido desapareciendo. Hoy día la gente duerme con la luz prendida y si llevo a un niño al campo te apuesto que no sería lo mismo. Antes la oscuridad era parte de la vida y no implicaba nada malo; por el contrario, te enseñaba cosas. Quizá por lo mismo no soy miedosa.
"El regreso no lo recuerdo. No fue tan espectacular como lo que viví de ida. Era volver a la rutina, a la casa, a lo normal: no era nada excepcional. Luego mi abuela falleció y mi padre enfermó, así que era muy difícil salir de vacaciones. Sin embargo, desde entonces he regresado muchas veces a ese campo, y a decir verdad está mucho más cambiado, más moderno, con luz eléctrica, agua potable, con una cocina normal.
A mí me gustaba más como era antes: el contacto con los animales, la nostalgia con los trenes, con la tierra, con la noche, las estrellas, con encontrar gusanos después de que se arara el campo, y sentarme arriba del arado con mis tíos abuelos. Eran panoramas muy entretenidos para una niñita urbana y por eso quizás en mi casa tengo un gallinero. Vivo con mi madre y, aparte de que nos gustan los huevitos de verdad, no he perdido la conexión con la tierra. Plantamos tomates, porotos verdes, ajo, matico, boldo, todo tipo de hierbas. Es lo que he ido heredando desde esos años en el campo".
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